jueves, 16 de enero de 2014

De profesión: etnógrafa

Llevo toda la semana dedicándome al zafarrancho terapéutico, o dicho de otro modo, a poner orden en mi casa: vaciar cajones, tirar papeles, juntar las fotos con las fotos, las cartas con las cartas, tirar más papeles, reorganizar el espacio... En fin, a poner orden en las cosas como si ello me ayudara a ponerlo en mi cabeza. Dicen que cuando soñamos, todo lo que aparece en el sueño nos representa. No sé si es muy posible hacer una analogía, pero quiero creer todo lo que hemos ido acumulando también nos representa. De modo que  cuando ordenamos nuestra casa, metiendo el dedito hasta en las grietas más recónditas de los armarios, nos ordenamos, por ende, a nosotras mismas. Soñadora y acumuladora así se podrían identificar.


El caso es que cuando me dan estas ventoleras, que no son a menudo, me encuentro invariablemente con mi pasado. Como le puede ocurrir a cualquier persona, las fotos y las cartas, aunque solo las mire por encima, me transportan a tiempos pretéritos. A mí, al menos, también a lugares remotos. Y es que, cuando revuelvo en mis cosas, siempre me encuentro con un cúmulo de papeles que soy incapaz de tirar porque son la historia de mi oficio y de mi vida: mi historia de etnógrafa. Todo ello me remonta a mi primer gran viaje,  primera gran experiencia,  primera investigación y, claro, mi primera etnografía: Micronesia 1992-1994. El inicio de un camino que aún no he dejado de recorrer.

Me consta que en la actualidad ninguna etnografía resulta en montañas de papeles, que para eso tenemos todos estos cacharros electrónicos. Pero los 90 eran el borde del abismo tecnológico al que nos hemos caído, al menos en lo que a aparatitos personales se refiere. A la luz de una bombilla pelada, en unas ocasiones, y a la de un candil, en otras, con las rodillas o el suelo por mesa, fui rellenando y rellenando las hojas de mi diario de campo, muchos folios con las transcripciones de las entrevistas, con canciones, genealogías, esquemas y hasta algún que otro dibujo. Es en papel donde me reencuentro con las fotografías que allí tomé, aunque más tarde, y para su posteridad tecnológica, las grabé en cedés (con los que rara vez me encuentro). Aunque no voy a mentir: durante mi trabajo de campo tenía un pequeño ordenador portátil que compré en uno de mis viajes de ida o de vuelta en la calle 42 de New York New York. Lo estropeé derramando por encima del teclado un café con leche. Seguía funcionando, sin embargo; aunque la pantalla quedó malherida y solo se podía leer lo que en ella escribía con mi Word Perfect (¿alguien se acuerda de él?) poniendo una lámpara enfrente para ver al trasluz. Pero no siempre había un enchufe a mano, también hay que recordar. Así que guardaba la tecnología para escribir los informes que justificaban mis exiguas becas y mantenían calmada a mi paciente directora de tesis (una mención y alabanza aquí a Teresa del Valle). Curiosamente, nunca me tropiezo con aquellos documentos electrónicos. Me supongo que terminarían en la fosa común cuando los disquetes fueron muertos por los nuevos almacenadores de datos y no volví a encontrar ningún agujero donde meterlos, con perdón (video killed the radio star, la historia se repite...).

Pero ¿a qué viene todo esto? Yo no quería hablar de los cambios tecnológicos en el quehacer etnográfico (igual en otra ocasión), sino de la etnografía en sí.

El zafarrancho del que les hablaba al principio tiene que ver con la puesta en marcha de este blog, que espera versar sobre la etnografía. Pero aquí me veo obligada a hacer otro receso para explicar a qué viene todo esto. Recientemente me ha llegado la noticia de que un amigo mío, que ha dedicado su vida a la danza y a la coreografía, ha decidido comenzar los estudios de arquitectura. Parece una tontería, pero a mí me produjo un gran impacto que, posiblemente, tenga que ver con un gen que me hace padecer de un continuo cuestionamiento de lo que hago y que me lleva a reinventarme reincidentemente. Mientras reorganizaba todo mi material micronesio al que van pegadas las miles de fotocopias que acumulé a lo largo y ancho de las bibliotecas de este mundo cuando la tecnología no permitía otra salida, o trataba de clasificar mi antiguo material de campo, confundido entre documentos académicos, postales y demás, en mi cabeza podía oír el riki-riki de la historia de mi amigo. Y es ahí cuando pensé: si ahora tuviera que empezar algo nuevo, yo volvería a ser etnógrafa. Y si de algo puedo escribir, es precisamente de lo que soy y lo que hago. Así que ahí va este blog.

Aunque no lo parezca, esto supone un cambio para mí por dos razones. La primera es que me ha llevado a reafirmarme en lo que llevo haciendo desde hace ya mucho tiempo: etnografíar. Digo bien que me reafirma porque he tenido mis crisis y dudas al respecto, algo normal cuando ejerces tu profesión desde el régimen de autónomo. La segunda es que hasta ahora me he hecho clasificar como "antropóloga", y he pensado que mejor si me denomino "etnógrafa". La etnografía es un método, el de una disciplina: la antropología. La línea que las separa conceptualmente de forma tan clara a menudo queda difusa en la práctica: ¿Donde termina la descripción y dónde empieza el análisis? Difícil de decir en muchas ocasiones. Si describimos un objeto que se compone de una tabla y cuatro patas, que la tabla está encima de las patas colocadas verticalmente formando un rectángulo y que se utiliza para apoyarse para comer o escribir, es difícil no llegar a una conclusión que va un poco más allá de la purita descripción: estamos ante una mesa. Si a cualquier descripción además añadimos una contextualización histórica, social o económica y nos servimos de, pongamos, un marco teórico, unas ideas, abandonamos la mera descripción para llegar al análisis. Pero ¿es acaso posible una descripción que no esconda algunas ideas? La pura elección del objeto ya es en sí fruto de una idea (un interés, una pre-concepción). Entonces, yo optaría por decir que una etnografía tiene un mayor peso en la descripción y que un estudio antropológico más en el análisis. He de confesar: yo he hecho las dos cosas, separada y simultáneamente. Sin embargo, como no pretendo grandes vuelos teóricos o impacto académico de mi trabajo, he pensado que mejor me defino como etnógrafa. Me suena más artesanal y me identifico mejor.

La de Micronesia fue mi primera etnografía (tan sesuda como para llegar a ser un estudio antropológico), pero después han venido muchas más, ninguna de ellas, eso sí, tan exótica como aquella. Algún día les hablaré de eso. Como soy mujer, para lo bueno y para lo malo, he tropezado mil veces con la misma piedra que tropiezan muchas mujeres: no reconocer mi autoría. Error que me he prometido corregir de ahora en adelante. Así que en la actualidad muchos de mis trabajos pululan sin mi nombre y bajo el de una empresa que fundé, para la que trabajé y que después abandoné. En cualquier caso, quiera o no, forman parte de la mochila que acarrearé hasta que el alzheimer o la muerte me la arrebaten.

Si he decidido no cambiar de rumbo y no ponerme a estudiar, pongamos, ingeniería informática, es porque la etnografía y su madre la antropología me siguen seduciendo. Es casi como ser investigador privado (idea con la que he coqueteado estos días de terapia de limpieza). Una se sumerge en un mar desconocido, más bien diría, carente de sentido, caótico; vas observando, recogiendo información y, sobre todo, pues ahí está el meollo de la cuestión, hablando con la gente, dejando que se exprese; y luego empiezas a hacer descubrimientos interesantes, entendiendo cosas, conectando lo que parecía desconectado, analizando, y llega un momento en el que se hace la luz. Las piezas se mueven a su sitio correspondiente y finalmente forman una imagen nítida: y este es el momento en el que has entendido. Y esto es magnífico.

Como hija pequeña que soy de 6 hermanxs, supongo que me vi en la obligación de tener que descifrar el extraño comportamiento de esa multitud que me rodeaba. Contrariamente a lo que se suele pensar, ser la pequeña de una familia numerosa no supone en absoluto ser la niña mimada, lo aseguro, sino más bien ser el último mono. Hay que sobrevivir en ese contexto, y para ello es fundamental entender. Así que creo que no me hice psicoanalista porque, al ser multitud, los problemas de mi familia se parecían más bien a los de una tribu. De ahí mi vocación por la etnografía y la antropología, elucubro. El deseo de entender no me abandona, aunque a veces he tenido recaídas, y la etnografía me sigue sirviendo, ergo, aquí estoy para quien necesite a su vez entender algo que tenga que ver con el comportamiento humano.

Seguiré escribiendo en este blog sobre temas relacionados con la vida etnográfica de una servidora.














2 comentarios:

  1. Zorionak por el blog, Bea!
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    http://hbr.org/2014/03/an-anthropologist-walks-into-a-bar/ar/1?utm_campaign=Socialflow&utm_source=Socialflow&utm_medium=Tweet

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    1. Gracias Carlos. Respondo tarde porque aún no me he acostumbrado a estas dinámicas blogueras!

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